lunes, 7 de diciembre de 2009

Cuentos



Frederic era un hombre cualquiera. Uno gris, ni siquiera oscuro. Anodino, como si nunca hubiera tenido una idea propia o hubiera pensado en nada. Como si sus pasos los marcara siempre la rutina, lenta y parsimoniosa. Gris. Aburrido. Pobre Frederic.
Él era feliz siendo cualquiera. Sin que nadie le mirase en las estaciones de metro, sin que nadie se diese cuenta de que estaba allí. Se escondía detrás de su piel acartonada, se ponía su abrigo gris casi de invierno a invierno, iba a su oficina y jamás decía una palabra o lanzaba una mirada a cielo abierto.
Viéndolo así, podríamos pensar que Frederic es un raro. Un solitario que dormita en sus horas de trabajo tecleando listas interminables de cosas inútiles, a la espera de volver a casa y resguardarse del mundo. El típico que, al volver de la oficina, para en el supermercado y solo compra latas de sopa, cientos, todas del mismo sabor. Un hombre enjuto, alto, con los ojos grandes, pero sin expresión. Cuando vuelve de noche a casa se acerca con sigilo a la puerta de su apartamento, como si fuera el de otro y eso que está haciendo estuviera mal. Como el sospechoso de las películas que mira a un lado y a otro antes de entrar en su casa y escapar del peligro. Es raro y esconde algo. Si seguimos mirando por la cerradura podríamos ver que Frederic tiene un piso pequeño, con muebles llenos de aristas, estanterías casi vacías, una cocina sin utensilios y un sofá duro y estrecho sobre el que parece que nunca nadie se hubiera sentado. Más allá, girando a la derecha, hay una habitación aparte, el dormitorio: una cama meticulosamente hecha, recubierta con una manta marrón con pequeños dibujos oscuros, como las de las abuelas. Tan fina ya que en vez de calor da frío. No hay fotos, no hay cuadros ni objetos personales. Una vida que solo trasluce paredes. El único detalle es un espejo, enorme, que cubre la puerta de un gran armario y un reloj despertador en la mesilla. Es tarde. Frederic entra, deja la bolsa de la compra sobre la encimera. Respira como si se hubiera estado conteniendo durante todo el día y se va a la habitación. Con un poco de esfuerzo, mirando bien a la derecha, podríamos verlo frente al armario. Se oye de pronto en la calle el claxon estruendoso de un coche y un frenazo mortal. Volvemos al apartamento de Frederic. Lo hemos dejado solo unos segundos. Pero en el dormitorio suenan unos tacones, se escucha el frufú de una falda y un peine deslizándose. Miramos con avidez, nos topamos con el espejo, atendemos al reflejo largo rato, atónitos. De la habitación sale una mujer, alta y muy delgada enfundada en un vestido negro con grandes tacones. Melena rubia y con los labios rojos como manzanas...Aún incrédulos, paralizados ante la puerta de su apartamento pensando en lo que hemos visto, la puerta se abre, sale Frederic, nos mira, se balancea, y nos lanza un beso.

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