sábado, 19 de diciembre de 2009

kiwis por la mañana


Uno puede descubrir que se hace mayor de mil maneras, supongo. La mía no ha sido muy traumática que digamos, pero me ha dejado el cuerpo como si lo fuera. Allí estaba yo, ilusa, un domingo cualquiera, despierta a las ocho y cuarto de la mañana, levantada y en la cocina comiéndome un kiwi. Antes de tomarme el último trozo me miré y lo vi claro. En ese momento, me agarró la angustia, el ansia de salir a la calle y correr como si fuera un niño de nuevo... pero descarté la idea: hacía un frío del carajo, me dolía una rodilla y, además, me tocaba trabajar. Así que me mentí a mí misma, me dije !pero si estás estupenda tía, nunca mejor!, me enfundé en la bata de casa, cogí mi taza de café, me acurruqué en el sofá y le eché la culpa de todos mis males al exceso de vitamina C.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Reality bites

Paaaaaco! ¿dónde está Paco? Será posible este tío, tol día igual, dando por culo. Desde luego que esto se acaba, se acaba como que me llamo Lourdes -sí papá, espeeeeeeeeera, ahora te traigo el abrigo-. Yo es que me lo cargaba, si pudiera. Venga a chuparnos el dinero y pa qué, pa ná, ni cariño me da el muy cabrón. Hoy desaparecido lleva desde las cuatro de la tarde. Vino llenó el buche y hala, si te he visto no me acuerdo. Hasta las mil no vendrá, para sobar la mona, y sin un duro, claro. Pero esta noche no, esta noche no le abro la puerta. Que se joda. Esta noche duerme fuera y, si me apuras, todas las noches.Adiós muy buenas. Que no, que yo no me merezco esto, que yo he estudiao pa algo, que trabajo todo el día de sol a sol -que sí, papá, que cenamos fuera, veeeenga, muévase hombre, que no llegamos, hala, al coche, asíiii-. No paro y no puedo más, no, no y no. Se cree este que soy su esclava, pero a mí no me trata así nadie, ¡na-di-e!.
(...)
(Suena un móvil)...Sí, ¿Paco? ¿qué?, ¿Qué ha pasao? Ay, Paco pordios! no me des estos disgustos. Voy ahora mismo. Sí, si, ya lo sé...ya llevo los documentos y un poco de dinero. No, no llega, pero mañana voy al banco. Tú no te preocupes que el arreglo lo pago yo. Sí, sí. Quieto ahí en el hospital que voy pallá. Ya me encargo del seguro, tranquilo, haz lo que dice el doctor y duerme... ¿Paco?
(bip bip bip)
que te quiero.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Picor de tacones

Le picaban los tacones en la punta de los pies. Los había escondido en ese hormigueo de dolor silencioso durante casi tres decenios. Se clavaban cada día en sus uñas. Los sentía dentro de sus zapatones, demasiado grandes, demasiado grises. Laceraban su sonrisa cuando empujaba desde el pecho para asomarse a los labios, unos labios finos, apenas dibujados, carentes del carmín rojo que, como los tacones, le quemaba en la punta de los dedos. Otro hormigueo, también silencioso, disimulado por una vida sin colores, tapada por un abrigo gris, cubierta por el color muerto de quien teme el latido de sus propios colores. Rojo carmín y rojo tacón. Rojo de pasión y locura, de carreras sin suspiros y aliento contenido. Pero rojo bajo el gris de un abrigo gastado, de un corazón difuminado con el mismo carboncillo que le borraba la falda, la blusa y el sostén. Un abrigo en el que solo caben camisas viejas y dolores viejos, hormigueos silenciosos por culpa de ensoñaciones nacidas bajo una melena dorada oculta por la calvicie y un sombrero gris bajo el que, cada día, cada segundo, cada mañana de oficina, cada vuelta al trabajo sin música, cada paseo sin carmín, cada cena de sopa, picaban los tacones.

Cuentos



Frederic era un hombre cualquiera. Uno gris, ni siquiera oscuro. Anodino, como si nunca hubiera tenido una idea propia o hubiera pensado en nada. Como si sus pasos los marcara siempre la rutina, lenta y parsimoniosa. Gris. Aburrido. Pobre Frederic.
Él era feliz siendo cualquiera. Sin que nadie le mirase en las estaciones de metro, sin que nadie se diese cuenta de que estaba allí. Se escondía detrás de su piel acartonada, se ponía su abrigo gris casi de invierno a invierno, iba a su oficina y jamás decía una palabra o lanzaba una mirada a cielo abierto.
Viéndolo así, podríamos pensar que Frederic es un raro. Un solitario que dormita en sus horas de trabajo tecleando listas interminables de cosas inútiles, a la espera de volver a casa y resguardarse del mundo. El típico que, al volver de la oficina, para en el supermercado y solo compra latas de sopa, cientos, todas del mismo sabor. Un hombre enjuto, alto, con los ojos grandes, pero sin expresión. Cuando vuelve de noche a casa se acerca con sigilo a la puerta de su apartamento, como si fuera el de otro y eso que está haciendo estuviera mal. Como el sospechoso de las películas que mira a un lado y a otro antes de entrar en su casa y escapar del peligro. Es raro y esconde algo. Si seguimos mirando por la cerradura podríamos ver que Frederic tiene un piso pequeño, con muebles llenos de aristas, estanterías casi vacías, una cocina sin utensilios y un sofá duro y estrecho sobre el que parece que nunca nadie se hubiera sentado. Más allá, girando a la derecha, hay una habitación aparte, el dormitorio: una cama meticulosamente hecha, recubierta con una manta marrón con pequeños dibujos oscuros, como las de las abuelas. Tan fina ya que en vez de calor da frío. No hay fotos, no hay cuadros ni objetos personales. Una vida que solo trasluce paredes. El único detalle es un espejo, enorme, que cubre la puerta de un gran armario y un reloj despertador en la mesilla. Es tarde. Frederic entra, deja la bolsa de la compra sobre la encimera. Respira como si se hubiera estado conteniendo durante todo el día y se va a la habitación. Con un poco de esfuerzo, mirando bien a la derecha, podríamos verlo frente al armario. Se oye de pronto en la calle el claxon estruendoso de un coche y un frenazo mortal. Volvemos al apartamento de Frederic. Lo hemos dejado solo unos segundos. Pero en el dormitorio suenan unos tacones, se escucha el frufú de una falda y un peine deslizándose. Miramos con avidez, nos topamos con el espejo, atendemos al reflejo largo rato, atónitos. De la habitación sale una mujer, alta y muy delgada enfundada en un vestido negro con grandes tacones. Melena rubia y con los labios rojos como manzanas...Aún incrédulos, paralizados ante la puerta de su apartamento pensando en lo que hemos visto, la puerta se abre, sale Frederic, nos mira, se balancea, y nos lanza un beso.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Al viento


Yo también soy adicta a las páginas cubiertas de letras, el folio en blanco me da vértigo. Yo también escribo en marcha. La novela más larga de mi vida la he escrito así, en palabras de aire, vaporosas y mudas, pero con la mejor sintaxis que jamás he puesto en papel. Será que en el aire y el silencio las ideas discurren sin obstáculos y la musa baila y canta sin reparos. No sé, pero lo hago desde pequeña. Recuerdo mañanas enteras, casi interminables, sola en casa, a la espera de que mis padres llegaran y me llevaran por ahí. Yo escribía, contaba cuentos para niños imaginarios. Todos se los llevaron las brisas del verano de un país extranjero. Pero la costumbre ha ido creciendo y, cuando puedo escaparme del mundo real, escribo como loca y lleno de letras el viento. Solo me da pena no saber leer las nubes...

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Oxidado

Crujen mis dedos. Chirrían los músculos del cuello. Se me despierta el vello. Los ojos buscan otra cosa que hacer, un refugio en el que esconderme de mis pensamientos, de mis palabras, de los verbos que hace tiempo que no escribo. Un nudo se adueña del estómago. Quizá sea la cocacola que engullí por el lado del pulmón. Quizá no. Quizá deba beber más despacio. Quizá me he olvidado de escribir. Quizá son efectos del óxido: la inacción me ha corroído hasta las últimas letras, atascando el verbo en una maraña de ideas espesas. Pero ideas al final. Bullen en mi nuca y se atascan en las yemas de mis dedos, luego bullen. Luego se atascan. Luego quizá se me ha olvidado escribir.
No es grave si me acuerdo de pensar. Y me acuerdo. Es lo que más hago últimamente. No lo apunto, pero pienso. Las ideas corren conmigo por las mañanas. Corren y corren hasta que se me cansan las piernas. Y después siguen corriendo: se van sin que nadie las apunte. Quizá se me haya olvidado escribir. Quizá nuestras historias apócrifas nunca vean la luz. Quizá debas ayudarme. Quizá si te hablo de ellas seamos capaces de convertirlas en realidad (1, esto es una nota a pie de página, un ejemplo probablemente malo de lo que quiero decir: historias, reales o no, contadas simultaneamente por varios protagonistas, de modo que las diferentes versiones generan un infinito número de combinaciones, que a su vez alimentan imaginaciones ajenas). Quizá "ni se te ocurra leerlo" me devuelve las letras que olvidé. Quizá no. Pero me da igual: me conecta a ti, me lleva a pensarte, me ayuda a entenderte y a entenderme, a descubrir lo que descubro cada vez que te miro: que te amo más de lo que nunca pensé que podría amar. Que quiero abrazarme a tu calor. Que quiero que me beses. Que muero por por hacerte feliz. Que eres la chispa que me conecta a la felicidad. Y que pienso llenarte el blog de post.




1) Llevo días dándole vueltas a las historias apócrifas. Todo empezó con la de Auster. Debo escribirla. Pero tengo algo en la punta del tintero: creo que deberíamos escribir diferentes versiones de las mismas historias apócrifas, de forma que quien las lea pueda creérselas o no, o pueda creer algo diferente de lo que pasó, o encontrar lo que pasó, o incluso construir algo nuevo cruzando hechos con imaginaciones ajenas. Nuestras. Un ejemplo malo que crece mientras lo escribo. PARTE UNO. El personaje Al cuenta que estuvo con el personaje Moi de paseo por un parque. Había conocido a Moi unas horas antes y desde el principio hubo química. La chispa que ilumina a quienes conectan desde que respiran frente a frente les había llevado a citarse para el día siguiente. Por eso estaban en el parque. Nerviosos y tanteándose. Mirándose a escondidas. Sin saber qué decir, pero plenamente felices de la compañía mutua. Solo estar a tu lado me enciende el pecho, pensaban ambos mientras recorrían el parque. Allí, detrás de una arboleda, junto a uno zona de columpios poblada de un césped de esos tan verdes que invitan a tirarse al suelo y dar vueltas, se encontraron con un grupo de contadores de cuentos. Narraban delante de un puñado de niños con cara de sueño. Son tan malos que los pequeños bostezan y se despistan. Miran las nubes. Se duermen. Lloran. Llaman a sus padres. Un fuego interior invade a Al, que impulsivamente decide relevarles y contarles a los niños una preciosa historia sobre princesas que besan ranas y sueltan a melena por la almena. Lo de siempre, pero con más gracia. Los niños aplauden. Ríen y lo pasan en grande. Uno de los padres que acompañan a los críos se le presenta a Al y le ofrece ser actor en una obra de teatro que dirige. Moi le mira admirada. Se acerca a su pecho y le besa.
PARTE DOS. Empieza la historia de Moi. También completamente apócrifa. O no completamente. Moi habla de un aburrido día de noviembre en el que fue a pasear con Al. Cuenta que él le llevó al parque más precioso de toda la ciudad, pero que la compañía era tan mortalmente aburrida que sentían las flores languidecer a su paso. Como ella, que se hundía poco a poco en sí misma: le debo una llamada a María; tengo que acabar aquel maldito informe; cuándo encontraré tiempo para hacer la colada; porque aquel tipo de la sonrisa arrebatadores no me habrá llamado... Y entonces se encontraron con un grupo de cuentacuentos. Un grupo divertidísimo. Vestían ropas de colores y sombreros de esos que acaban en un cascabel. Vestían de sonrisa y alegría. De fiesta, sí, pero también de deseo: allí está el tipo de la sonrisa arrebatadora, vestido con zapatones, nariz roja y corbata de colores. Moi despierta del letargo en el que Al la había sumido. Y sus ojos se encienden. Por fin algo divertido. Por fin una historia digna de escucharse. Por fin felicidad. Moi salta y da palmas con los bailes de los actores. Busca la mirada de la sonrisa arrebatadora. Se sonríen. A su lado, Al baila nervioso. Se pone tenso. Se rasca. Se ajusta la ropa. Saca las manos de los bolsillos. Las vuelve a guardar. Las saca. Se muerde una uña mientras Moi le mira entre carcajada y carcajada, consciente de un nerviosismo que no comprende, perdida en la sonrisa arrebatadora. Entonces todo estalla. Al se da la vuelta y se va. Corre sin parar y desaparece. Moi le ve marchar. Mira a los actores. Mira su sonrisa. Suspira y se vuelve para echar un último vistazo hacia el punto por el que vio desaparecer a ese extraño tipo aburrido al que conoció un día antes. Se sienta en el césped y sigue la función.

Un día entero en la cama

Ha llegado el fresco y me ha pillado sin calcetines y con la bufanda escondida en dios sabe qué recodo perdido del armario. Los escalofríos me encontraron en el trabajo, con las defensas bajas, sobresaturada de correos eléctricos y con las manos pegadas a las teclas. No hubo forma de escapar. Sudé, temblé y me fugué de la oficina dos minutos antes de lo obligado. No podía más. Los pulmones se me encogían solo de pensar que todavía me quedaba un largo viaje hasta casa...en bicicleta y con cazadora de verano (soy una activista estética contra el invierno). Corrí y el viento se me pegó al pecho, estornudé en los semáforos, asusté a los peatones que vieron en mis ojeras la señal del diablo: Gripe A...Entonces, llegué a casa, cargué la bici hasta el segundo y...lo confieso, caí, pequé: me tomé un frenadol.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Café de domingo

Me gustan las mañanas cuando huelen a café recién hecho con tostadas. Me gustan sobre todo las de los domingos, muy temprano, cuando todo duerme, las calles de la ciudad están vacías, hace un poco de frío, la brisa me arremolina la falda y se me encienden las mejillas. Paso por delante de los bares apenas abiertos, miro de reojo y les robo una pizca de ese olor a Buenos Días. Entonces, se me llenan los pulmones y pienso: todavía quedan mil horas para que sea lunes. Mencanta.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Antojos

Soy una mujer de antojos cíclicos. Hace poco más de dos años que no he escrito -ni tan siquiera visitado, lo juro- esta especie de duólogo que, un día, coincidiendo quién sabe qué constelaciones, decidimos abrir nadie sabe (ni recuerda) con qué propósito. Hoy, otro día de un noviembre cualquiera, y con apenas seis párrafos de vida, me descubro celebrando el segundo aniversario de algo a lo que aún hemos de ponerle nombre. Será el noviembre, el frío, las lentejas, las ganas de dormir o las hormonas que por estas fechas siempre ando con la mente revuelta. Serán las rutinas de las mañanas, el calefactor de las noches, tus ausencias, la cuenta corriente en números rojos o la inspiración divina. Será el hambre o la gripe.
Será que he cumplido un ciclo y ahora toca empezar otro...
...será que hoy es jueves y de nuevo se me ha antojado cenar tortilla.