lunes, 6 de julio de 2015

La belleza del caos

Todo revuelto. Los cajones, las mesillas, la cama sin hacer, la ropa minando el suelo.  Y ella. Era un cuadro de manías, con sus órdenes desordenados. Decía que la vida era una lista de cosas que se quedaban por hacer. Olvidadas. Una eterna fe en el mañana. Y mientras se le soltaba la risa al pensarlo, yo miraba alrededor y me sumergía en el caos permanente de su vida. Ella leía, escribía, dibujaba. Como queriendo buscar la perfección ausente en otras líneas, en las palabras. Soñar en el mundo de otros, en páginas inventadas. La realidad era -insistía- demasiado ruín y monótona como para tratar de adornarla. Si uno se paraba a descifrarla, incluso podía ser bonita así, en su sinsentido permanente, bajo el frenético ritmo de una revolución a pequeña escala. La rebelión de las pequeñas cosas. Reía otra vez. Y yo, miraba. La veía jugar con las luces y las sombras de aquellos montones de arena que arrastraba en los zapatos y con los que fue construyendo castillos en los que mudar de piel y lamerse las heridas del tiempo. Me quedé durante lo que ahora me parece un suspiro. Los fracasos eran difíciles de ver en aquel piso atestado de risas, historias, colores y migas de pan entre las sábanas. Medíamos los días de la semana en tazas de café. Las horas se quemaban en cigarrillos hasta que las conversaciones se nos apagaban. Y la ropa tendida -ahora lo sé- era la promesa de enmienda que nunca supo cumplir.

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